Los macroeventos deportivos brasileños han sido el detonante de las mayores protestas desde 1992. El negocio urbanístico que se esconde tras el mundial de fútbol y las olimpiadas aumenta las desigualdades.
Brasil es un país de paradojas. La Copa Confederaciones, primero de los grandes eventos deportivos programados, al que seguirán el Mundial de Fútbol del próximo año y las Olimpiadas de Rio de Janeiro de 2016, debía haber sido el inicio de una fiesta colectiva para celebrar ese fenómeno que ya se conoce como el milagro brasileño. Sin embargo, el arranque de esa competición el pasado junio fue el detonante de las mayores protestas que ha vivido el gigante americano desde las movilizaciones que en 1992 culminaron con la destitución del presidente Fernando Collor de Melo. Y es que si las grandes citas deportivas proyectan el dinamismo y la pujanza del país de hoy, también albergan en su interior buena parte de las contradicciones que siguen aquejando a la sociedad brasileña.